viernes, 7 de noviembre de 2025

Carreteras secundarias y viejos amigos

Siempre he pensado que las mejores rutas no aparecen en los mapas. Las carreteras secundarias son las que guardan los secretos, las historias, los paisajes que se quedan grabados en la memoria. No importa si el asfalto está gastado o si las curvas obligan a bajar una marcha: ahí, entre el ruido del motor y el viento en la visera, es donde uno se encuentra de verdad.

Rumbo a Pingüinos, 1998
Viajar en moto no siempre es fácil. En verano, el calor te abraza con fuerza, y cada parada se convierte en un pequeño alivio. En invierno, el frío cala los huesos, y hay días en los que el hielo o la lluvia te hacen dudar antes de arrancar. Pero basta con girar la llave, escuchar el motor despertar, y todo vuelve a tener sentido. Porque cada kilómetro, cada incomodidad, cada pequeño reto, forma parte de lo que somos los moteros: gente que vive la carretera con el alma.

Recuerdo mis primeros viajes a Pingüinos, allá por 1995. Aquel frío de enero, los dedos entumecidos, las hogueras encendidas en medio de la noche y miles de motos rugiendo en la distancia. Años y años volviendo a Valladolid, hasta 2014, compartiendo risas, chupitos de ron miel, historias contadas bajo la lluvia o entre copos de nieve. Era más que una concentración: era una cita con los amigos, con uno mismo y con ese espíritu que solo entiende quien ha pasado frío sobre dos ruedas por el simple placer de llegar.

Después vinieron los años de La Leyenda Continúa, y aunque el nombre cambió, la esencia siguió siendo la misma. Volver a ver las mismas caras —algunas más arrugadas, las motos más curtidas— y sentir que el tiempo no ha pasado cuando los motores se encienden a la vez… eso no tiene precio. Son momentos que no se compran ni se olvidan.

Y en todo esto, he aprendido algo que vale más que cualquier moto o cualquier ruta: la compañía lo es todo. No importa el destino si quien va a tu lado comparte tu ritmo, tus silencios, tus ganas de disfrutar. Esos compañeros de viaje que saben cuándo parar, cuándo acelerar, cuándo dejarte rodar solo un rato. Esos amigos que no hace falta ver todos los días, porque cada reencuentro es como si nunca te hubieras bajado de la moto.

Al final, las carreteras cambian, las motos se renuevan, los años pasan… pero hay algo que sigue intacto: la pasión por rodar y la hermandad que se crea sobre el asfalto. Porque la vida, igual que la carretera, no se trata de llegar rápido, sino de disfrutar cada curva, cada paisaje, cada compañía que hace el viaje más humano.

Quizá por eso seguimos saliendo, año tras año, a buscar esa sensación.

Porque mientras haya carreteras secundarias, habrá historias que contar.

martes, 28 de octubre de 2025

𝑳𝙖 𝘼𝒗𝙚𝒏𝙩𝒖𝙧𝒂 𝑷𝙪𝒓𝙖: 𝑪𝙪𝒂𝙣𝒅𝙤 𝙑𝒊𝙖𝒋𝙖𝒓 𝒆𝙣 𝙈𝒐𝙩𝒐 𝑬𝙧𝒂 𝒖𝙣 𝘼𝒄𝙩𝒐 𝒅𝙚 𝙁𝒆

Amigos del asfalto (y de la gravilla), hoy quiero aparcar por un momento los intercomunicadores Bluetooth, los sistemas de navegación GPS de última generación y los puños calefactables. Quiero invitarlos a un viaje, no por kilómetros, sino a través del tiempo: 𝗮 𝗹𝗮𝘀 𝗱𝗲́𝗰𝗮𝗱𝗮𝘀 𝗱𝗲 𝗹𝗼𝘀 𝟴𝟬 𝘆 𝗹𝗼𝘀 𝟵𝟬.
Si miras tu moto de viaje actual, verás una máquina de precisión, una nave equipada para devorar kilómetros con la comodidad de un salón. Pero, ¿recordáis cómo era la cosa hace 30 o 40 años?
𝗘𝗹 𝗥𝘂𝗴𝗶𝗱𝗼 𝗾𝘂𝗲 𝗟𝗼 𝗘𝗿𝗮 𝗧𝗼𝗱𝗼
En aquellos años, la moto no era una extensión digital; era una pieza de ingeniería pura, a menudo con lo justo. Nuestros "tableros" eran dos grandes relojes, el motor vibraba con una honestidad brutal que se sentía hasta en el alma, y la fiabilidad se medía en la calidad de la herramienta que llevabas en la bolsa, no en la garantía del concesionario.
𝗩𝗶𝗮𝗷𝗮𝗿 𝗲𝗿𝗮, 𝗹𝗶𝘁𝗲𝗿𝗮𝗹𝗺𝗲𝗻𝘁𝗲, 𝘂𝗻𝗮 𝗮𝘃𝗲𝗻𝘁𝘂𝗿𝗮.
𝗘𝗹 𝗔𝗿𝘁𝗲 𝗱𝗲 𝗹𝗮 𝗡𝗮𝘃𝗲𝗴𝗮𝗰𝗶𝗼́𝗻: ¿GPS? ¡Ja! Nuestro copiloto era el 𝗺𝗮𝗽𝗮 𝗱𝗲 𝗰𝗮𝗿𝗿𝗲𝘁𝗲𝗿𝗮𝘀 𝗱𝗼𝗯𝗹𝗮𝗱𝗼 𝘆 𝗿𝗲𝗱𝗼𝗯𝗹𝗮𝗱𝗼, siempre roto por los pliegues y manchado de grasa y café. Parar en un cruce, desplegar el mapa contra el viento y discutir la ruta era un ritual sagrado. Perderse no era un error, sino una oportunidad para descubrir un pueblo perdido y el mejor menú del día de la comarca.
𝗟𝗮 𝗠𝗲𝗰𝗮́𝗻𝗶𝗰𝗮 𝗱𝗲 𝗹𝗮 𝗖𝗼𝗻𝗳𝗶𝗮𝗻𝘇𝗮: En aquellos tiempos, la moto no te avisaba de una baja presión de neumáticos; tú la notabas al tumbar, y parabas a hinchar con el compresor de pie. Un viaje largo incluía llevar bujías de repuesto, parches para la cámara y, por supuesto, saber usarlos. Si te dejaba tirado en medio de la nada, la solución no era llamar a una grúa con cobertura VIP, 𝘀𝗶𝗻𝗼 𝗰𝗼𝗻𝗳𝗶𝗮𝗿 𝗲𝗻 𝘁𝘂 𝗶𝗻𝗴𝗲𝗻𝗶𝗼 𝘆 𝗲𝗻 𝗹𝗮 𝗯𝗼𝗻𝗱𝗮𝗱 𝗱𝗲𝗹 𝗰𝗮𝗺𝗶𝗼𝗻𝗲𝗿𝗼 que se detuviera.
𝗟𝗮 𝗗𝘂𝗿𝗲𝘇𝗮 𝗱𝗲𝗹 𝗖𝗮𝗺𝗶𝗻𝗼: Las carreteras... ¡Ay, las carreteras! Eran más irregulares, menos transitadas y mucho más exigentes. No había arcenes de seguridad, y las curvas se negociaban con el respeto que merecían. Llevábamos menos equipaje y más ganas. Las alforjas de cuero o lona, empapadas tras un aguacero, eran la prueba de honor de un auténtico viajero.
𝗟𝗮 𝗜𝗱𝗲𝗮𝗹𝗶𝘇𝗮𝗰𝗶𝗼́𝗻 𝗱𝗲𝗹 𝗘𝘀𝗳𝘂𝗲𝗿𝘇𝗼
Hoy lo tenemos más fácil, y eso es maravilloso. Pero hay algo que se perdió en la transición a la era digital: 𝗹𝗮 𝘀𝗲𝗻𝘀𝗮𝗰𝗶𝗼́𝗻 𝗽𝘂𝗿𝗮 𝗱𝗲 𝗹𝗼𝗴𝗿𝗼.
Cuando llegabas a tu destino, cansado, con el olor a gasolina, viento y polvo incrustado, la satisfacción era inmensa. Habías conquistado el camino tú solo, con tu máquina simple y tu instinto. No había filtros ni asistencias. El viaje era un diálogo directo entre el motero, la máquina y el camino.
Aunque hoy agradezco mi chaqueta con membrana Gore-Tex, a veces cierro los ojos y añoro el sonido de aquella moto más tosca, la textura pegajosa del asfalto recalentado y la épica de un viaje que comenzaba en un punto y terminaba... donde el destino quisiera.
¿𝗬 𝘁𝘂́? ¿Recuerdas aquel olor a dos tiempos o el calor que irradiaba el motor de tu vieja tetra en una parada técnica? ¡𝗖𝘂𝗲́𝗻𝘁𝗮𝗺𝗲 𝘁𝘂 𝗮𝘃𝗲𝗻𝘁𝘂𝗿𝗮 𝗺𝗮́𝘀 𝗲́𝗽𝗶𝗰𝗮 𝗱𝗲 𝗹𝗮 𝘃𝗶𝗲𝗷𝗮 𝗲𝘀𝗰𝘂𝗲𝗹𝗮!